Los once pasos

lunes, 5 de octubre de 2015
El ímpetu no determina la victoria pero sí enaltece la derrota

Ahí está, de pie, a once pasos de la portería. En la raya, espera tranquilo el cancerbero, espera con la serenidad que da el haber ganado muchas batallas, su mirada muestra respeto pero no se inquieta, reconoce a su rival, un joven valeroso, que sin aspaviento alguno toma el balón, con la gallardía con la que debe conducirse hacia el gol.

Descansa el balón sobre el manchón de aquel hermoso campo de futbol, la gente entusiasmada grita, brinca, alienta al cobrador, el muchacho está decidido, todo el estadio se ha dado cuenta de eso, voltea a la banca, ve al entrenador, su mirada le recarga de fuerza.

Todo mundo ve al entrenador en su papel, el más hermoso de los hipócritas; muere de miedo, pero le transmite confianza. La euforia gana terreno, los compañeros de equipo se toman las manos, sudorosas, temblorosas, pero no pierden vigor; el ambiente crece, el estadio enloquece. Los rivales yacen cansados, derrotados, han puesto su última esperanza en el mejor del equipo:  su portero; aquel tipo de la mirada dura que te violenta, pero te descansa; solamente él es capaz de salvar a su equipo.

El muchacho se perfila, cierra los ojos esperando el silbatazo del árbitro, respira hondo, exhala y  lanza todo su espíritu, corre firme hacia el balón, es la carrera más importante de su vida. Segundos después de haber pateado terminará el partido, el resultado por ahora es incierto, el chico no se detiene, cada pisada estremece el césped, una tras otra, la gente a la expectativa se estruja entre las entrañas, el chico patea, es un perfecto disparo, fuerte, raso y colocado como decían los dioses de aquel rectángulo, el balón avanza brutalmente hacia la portería, el estadio apunto de expulsar todas sus frustraciones en una sola palabra, solo un suspiro, era imposible que aquel disparo no entrará, no había explicación, el chico atónito vio la perfecta figura del portero estirarse, la postal era espectacular.

Portero y cobrador intercambian miradas, asienten las cabezas, tienen un lenguaje secreto para reconocerse uno al otro la perfección de lo que acaban de hacer, termina el partido. Arquero y pateador estrechan las manos, no es un saludo, es un apretón fraternal, es el código para hacer las paces. El chico camina hacia la banca, decaído pero con la cabeza en alto, la afición se le entrega, corea su nombre y rescatan sus penas haciéndolas suyas.

El entrenador lo abraza y lo protege con las siguientes palabras:” Habrá más penales por cobrar hijo, no te preocupes, es tan solo un partido de fútbol”. A la distancia el arquero le rinde tributo con una dulce sonrisa, de aquellas que te descansan.
El estadio luce imponente, en paz, sin luz, sin gente.

A tu memoria pequeño cobrador de penales.