El ímpetu no
determina la victoria pero sí enaltece la derrota
Ahí está, de pie, a
once pasos de la portería. En la raya, espera tranquilo el cancerbero, espera
con la serenidad que da el haber ganado muchas batallas, su mirada muestra respeto
pero no se inquieta, reconoce a su rival, un joven valeroso, que sin aspaviento
alguno toma el balón, con la gallardía con la que debe conducirse hacia el gol.
Descansa el balón
sobre el manchón de aquel hermoso campo de futbol, la gente entusiasmada grita,
brinca, alienta al cobrador, el muchacho está decidido, todo el estadio se ha
dado cuenta de eso, voltea a la banca, ve al entrenador, su mirada le recarga
de fuerza.
Todo mundo ve al
entrenador en su papel, el más hermoso de los hipócritas; muere de miedo, pero
le transmite confianza. La euforia gana terreno, los compañeros de equipo se
toman las manos, sudorosas, temblorosas, pero no pierden vigor; el ambiente
crece, el estadio enloquece. Los rivales yacen cansados, derrotados, han puesto
su última esperanza en el mejor del equipo:
su portero; aquel tipo de la mirada dura que te violenta, pero te
descansa; solamente él es capaz de salvar a su equipo.
El muchacho se
perfila, cierra los ojos esperando el silbatazo del árbitro, respira hondo,
exhala y lanza todo su espíritu, corre
firme hacia el balón, es la carrera más importante de su vida. Segundos después
de haber pateado terminará el partido, el resultado por ahora es incierto, el
chico no se detiene, cada pisada estremece el césped, una tras otra, la gente a
la expectativa se estruja entre las entrañas, el chico patea, es un perfecto
disparo, fuerte, raso y colocado como decían los dioses de aquel rectángulo, el
balón avanza brutalmente hacia la portería, el estadio apunto de expulsar todas
sus frustraciones en una sola palabra, solo un suspiro, era imposible que aquel
disparo no entrará, no había explicación, el chico atónito vio la perfecta
figura del portero estirarse, la postal era espectacular.
Portero y cobrador
intercambian miradas, asienten las cabezas, tienen un lenguaje secreto para
reconocerse uno al otro la perfección de lo que acaban de hacer, termina el
partido. Arquero y pateador estrechan las manos, no es un saludo, es un apretón
fraternal, es el código para hacer las paces. El chico camina hacia la banca,
decaído pero con la cabeza en alto, la afición se le entrega, corea su nombre y
rescatan sus penas haciéndolas suyas.
El entrenador lo
abraza y lo protege con las siguientes palabras:” Habrá más penales por cobrar
hijo, no te preocupes, es tan solo un partido de fútbol”. A la distancia el
arquero le rinde tributo con una dulce sonrisa, de aquellas que te descansan.
El estadio luce
imponente, en paz, sin luz, sin gente.
A tu memoria
pequeño cobrador de penales.
0 comentarios:
Publicar un comentario